¿Por qué el cerebro humano es tan grande?

Por qué el cerebro humano es tan grande

El primer escollo para el desarrollo de un cerebro grande, como el nuestro, estuvo en la estructura misma del cuerpo ancestral.

Cuando hace más de cuatro millones de años, nuestros ancestros homínidos, con su genoma cambiado ya por el azar, se levantaron del piso en lo que sería el inicio del camino a convertirnos en humanos, las dificultades debieron ser muchas.

Poder caminar erguidos y permanecer gran parte del tiempo apoyados en los pies, fue posible gracias a los cambios sufridos en sus esqueletos. Al tiempo que el cráneo se echaba hacia atrás, la forma de la pelvis empezó a modificarse para adecuar los músculos que facilitaban el caminar en una postura vertical, señala el sitio digital especializado Noticias de la Ciencia.

Por qué el cerebro humano es tan grande

Pero esos cambios tuvieron en las hembras ancestrales un efecto “negativo”, pues llevó a que partes de los canales involucrados en el parto se estrecharan, volviendo más difícil el paso de las crías. Una primera dificultad de tantas.

Por otro lado, el cerebro había comenzado a crecer y, con ello, a necesitar una cavidad craneana con mayor capacidad. El recurso inmediato, mediado por la selección natural, fue empaquetar los elementos con más eficiencia para aprovechar mejor el espacio disponible; las circunvoluciones cerebrales son el resultado.

Un cerebro mayor y vías de nacimiento más estrechas debieron ser una gran dificultad para las madres al momento del alumbramiento, dificultad que pudo llevar a un aumento en la muerte de madres y fetos. Las crías que sobrevivieron fueron, con seguridad, las que tenían cabezas lo suficientemente pequeñas como para pasar por esos canales más estrechos, aunque esto significara sacrificar la ventaja evolutiva que conferiría un cerebro más grande y en crecimiento.

Entonces, la selección natural encontró la solución: favoreció el nacimiento temprano de los fetos, antes de que hubieran completado su gestación, la neotenia.

Las crías humanas nacen en un estado casi total de inmadurez y solo completan su desarrollo fuera del cuerpo materno; los huesos del cráneo de los bebés no están completamente soldados o fusionados, pudiendo así cambiar de forma y encogerse, facilitando el paso de una cabeza grande a través de esos ductos estrechados por la posición erguida. Como consecuencia, los bebés humanos viven una larga infancia que les permite el gran desarrollo emocional y cognitivo, modulado por el entorno.

El nacimiento en los chimpancés, en cambio, no representa los mismos peligros que en su momento lo fueron para nuestros homínidos ancestrales. El tamaño del cráneo de un chimpancé recién nacido es menos de la mitad del de un bebé humano.

La adopción de la postura erguida en los humanos y el consecuente bipedismo, además de estrechar los ductos del nacimiento, los volvió más cortos, a diferencia de los de nuestros primos cercanos, que se han mantenido igual desde cuando partimos caminos con ellos.

La solución encontrada por la selección natural al problema del paso de un cráneo grande por unos ductos más estrechos, la neotenia, produjo un efecto colateral —sin ningún propósito definido con anterioridad, pues así trabaja la evolución—: la posibilidad de un crecimiento aún mayor del cerebro humano. Además de hacer posible que la cabeza se “encoja” para pasar por los estrechos ductos pélvicos, el cráneo flexible facilita un crecimiento exponencial del cerebro en los bebés, que en los primeros años de sus vidas pasan de unos 400 cc a unos 800 cc para alcanzar, ya en el inicio de la vida adulta, alrededor de los 1400 cc.

Un estudio de la antropóloga Dean Falk, de la Escuela para Estudios Avanzados en Santa Fe, Nuevo México, evidencia que ese retraso en la fusión de los huesos craneanos fue un hecho, como lo demuestran los fósiles de homínidos de tres millones de años, con sus cráneos todavía mucho más pequeños que los nuestros.

Para saber qué tan lejos en nuestro pasado evolutivo se pueden encontrar pruebas de que los huesos craneanos no estaban soldados, Falk y su equipo de investigadores usaron un marcador de fusión craneana en un número considerable de fósiles de homínidos, humanos modernos, chimpancés y bonobos.

El estudio se centró en un nuevo análisis de un fósil de Australopitecusafricanus, correspondiente a un niño de alrededor de cuatro años descubierto por el legendario Raymond Dart y datado con tres millones de antigüedad, el niño de Taung. El espécimen tiene la cara, la mandíbula inferior y un molde del interior del cráneo tallado por el material rocoso que lo rellena. Ese molde conserva muchas de las características del cráneo, entre ellas la fisura entre sus huesos.

Falk y un grupo de investigadores suizos, usando los recursos de la tomografía, demostraron la persistencia de la fisura en el hueso frontal del cráneo del niño de Taung, a pesar de que su capacidad craneana era de apenas 400 cc y la de un adulto de A. africanus de tan solo 460 cc.

Las comparaciones con cientos de cráneos de chimpancés y bonobos, más de mil humanos actuales y sesenta y dos homínidos, incluyendo australopitecinos, Homo erectus y neandertales llevan a una conclusión: las fisuras del hueso frontal en chimpancés y bonobos desaparecen al nacer, mientras que en nuestros ancestros y en nuestros bebés se tardan hasta la erupción de los primeros molares: dos años o más.

La maleabilidad del cráneo ancestral no solo alivió el problema del alumbramiento, sino que permitió la expansión de los lóbulos frontales.

El cierre tardío de las fisuras del hueso frontal en nuestros ancestros, con más precisión en A. africanus, dotado de una capacidad craneana considerablemente más reducida que la nuestra, demuestra que la evolución a lo que hoy somos, que ya se había iniciado con el abandono de la vida arbórea y el consecuente bipedismo, añadió un factor fantástico: la maleabilidad del cráneo ancestral que no solo alivió el problema del alumbramiento, sino que permitió la expansión de los lóbulos frontales, y con ello despejó el camino a la adquisición de una capacidad craneana que se fue fortaleciendo en los siguientes millones de años, hasta convertirnos en los únicos homínidos que ahora tenemos la posibilidad de estar aquí, leyendo y escribiendo.

Claro que, visto así, suena sencillo, pero llegar a donde estamos no fue fácil. Para nada.

Tuvimos que pelearnos por comida, con los climas inclementes, con los depredadores, con las hienas por las sobras que dejaban.

Pero lo que tal vez nos ayudó a sortear con agudeza tantas dificultades fue el haber establecido redes de comunicación entre nosotros, algo que cimentó el diseño de estrategias para mejorar la caza, entretejer la empatía y, con ello, propulsar la imaginación.

Todo esto abriría las compuertas para que el río de la creatividad nos bañara y nos volviera humanos.

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